Blanche y Stella
DuBois pertenecen a una familia pudiente del sur norteamericano, que durante
varias generaciones han regentado una plantación con la típica casa de columnas
que dan a todos los que la ven indicaciones sobre el poder adquisitivo de los
propietarios.
Sin embargo, Stella
hace años que abandonó esa casa, y con su marcha también dejó atrás la vida con
su familia. Tras unos años sin verse, Blanche decide ir a ver a su hermana, y
para ello ha de viajar hasta Nueva Orleans. Según las indicaciones de Stella,
Blanche toma un tranvía llamado Deseo, luego ha de subirse a otro llamado
Cementerio y se bajase en los Campos Elíseos.
El barrio en el que
vive su hermana no es lo que Blanche esperaba de una persona como Stella.
Además en cuanto conoce a Stanley, su marido, sabe que no es la persona
adecuada. De ascendencia polaca, es lo opuesto al caballero que suponía
compartiría la vida con Stella, además de ser también su propio deseo. Violento,
malhablado y bebedor, Stanley siente una recíproca animadversión hacia su
cuñada, que convierte la convivencia en muy complicada, sino imposible.
Tennesse Williams (Thomas
Lanier Williams III) fue un brillante dramaturgo que, probablemente, llegó a la
cima de su creatividad con la obra de teatro que hoy traemos. De hecho logró el
premio Pulitzer en la categoría de drama en 1948, con total merecimiento. Nos
trae tres personajes con una fuerza imperecedera. Es difícil mantenerse al
margen del proceso en el que la personalidad de Blanche se va difuminando entre
delirios de grandeza, su amor (o necesidad) por el alcohol y su distorsión
continua y pronunciada de la realidad.
Es un proceso lento
pero irremediable, y es brillante cómo desde los ojos de cada personaje vemos
los fallos de cada uno de los otros, pero ninguno es capaz de ver los suyos. “Un
tranvía llamado Deseo” es una obra recomendable, y Elia Kazan tuvo a bien tomarla
para hacer suya la adaptación cinematográfica, que fue estrenada en 1951. En
ella las actuaciones de los protagonistas lograron deslumbrar, incluyendo lo
que se puede llamar el descubrimiento de un gran Marlon Brando (fue su segunda
película) en uno de los papeles más recordados del carismático actor.
Su pasión, la de
Brando, da la impresión de que es la que da brillo al personaje de Stanley,
pero tras leer este libro creo que es al revés, y es que Brando hizo una
ajustada interpretación a lo que Tennesse Williams dejó escrito en las páginas
de “Un tranvía llamado Deseo”. Stanley es Brando y Brando siempre será Stanley.
Esa intensidad que imprimía a sus papeles tuvo su eco en otros actores como
James Dean, Robert de Niro o Al Pacino, aunque tal vez hubiese sido mejor
reducir la dosis empleada, ya que James Dean no vivió su decadencia (su
prematura muerte siempre nos dejará el recuerdo de su juventud) pero sí el
resto de actores mencionados.
Independientemente
de la película dirigida por el norteamericano con ascendencia griega, creo que
es una lectura ágil, de peso, y con una carga dramática difícil de superar en
tan pocas páginas. Si te decides a leerlo, seguramente te sorprenda lo modernos
que pueden parecer libros de hace setenta años.