Para escribir esta reseña he de contenerme un poquito. A ver si lo consigo.
Lucy Barton es una escritora con cierto éxito, que vive en Nueva York desde hace décadas. Sin saber muy bien por qué decide anular o posponer la gira europea de promoción de su última obra. Y sin saberlo, esa decisión cambia su futuro inmediato y, quién sabe, tal vez su vida. ¿La razón? A pesar de que ella no está pendiente de las noticias, se está gestando una pandemia de la que todos sabemos las consecuencias.
Sin ser consciente de la gravedad de los acontecimientos, recibe la alarmista llamada de William, su primer marido, con el que tiene una buena relación. William sí está al tanto y, sabiendo que Lucy vive sola desde que murió su marido David, decide hacerle una proposición: que lo acompañe huyendo de una ciudad que, previsiblemente, será el foco principal de contagio de un virus del que se desconoce el alcance. ¿El destino? Un pequeño pueblo de Maine, en una casa alejada del centro y ofrecida por su amigo Bob Burgess. Si has leído a Elizabeth ya imaginarás cuál es el pueblo en cuestión: el ficticio y omnipresente Crosby.
El exilio de Lucy y William se alarga desde las dos o tres semanas iniciales hasta los meses, quizás años finales. En el medio, las reflexiones de una Lucy Barton a la que ya estamos acostumbrados los lectores de la maravillosa Strout, ya que es la cuarta novela con su voz. La maestría con la que indaga en la mente humana es descomunal, y lo hace de una forma que parece sencilla (es evidente que es dificilísimo) y que es muy fácil de digerir. A estas alturas Lucy, William, Bob, y más personajes (Strout tiene la deferencia de traernos noticias de Olive Kitteridge, la protagonista de su mejor obra y de su continuación, su a mi parecer segunda mejor obra), y de más personajes conocidos que forman un universo muy de ella. Y bueno, que el lector, como es mi caso, puede sentir muy suyo.