En ese contexto acompañamos a un padre (el hombre) y su hijo (el chico) en un viaje incierto, en dirección hacia un sur que, tal vez, sea diferente a lo que sufren a diario. Para ellos comer cualquier cosa es un triunfo, y en ese camino la falta de vegetación y el hecho de que todas las casas y establecimientos hace tiempo que fueron asaltados minimizan la posibilidad de sobrevivir. Tan solo, con suerte, unos días más o unos kilómetros más. Además, esa vuelta a la vida primitiva que conlleva el apocalipsis les hace evitar cualquier contacto con otras personas, ya que son un blanco fácil para ser utilizados de una u otra manera, incluso sirviendo padre e hijo como alimento.
Como puedes imaginar, la narración no tiene mucho de optimista y sí mucho de asfixiante, con un ritmo lento y repetitivo (búsqueda de alimentos penosa diaria y huida de cualquier forma de vida que pueda mostrarse) apoyado por una gramática igualmente hostil. El deliberado entramado tejido por McCarthy prescinde de capítulos, de muchos signos de puntuación, se centra en dos personajes parcos en palabras y que incluso repiten una y otra vez las frases que dicen... Entiendo perfectamente que muchas personas no lleguen a conectar con la narración por todos estos motivos. Sin embargo también creo que el conjunto, además de complicado de leer y de no conceder tregua al lector, resulta de una calidad brutal, excelente, de lo mejor que he leído en muchos años.
Creo que, a pesar de que muchas personas no conectarán con el libro (¿y qué libro conecta con todos los lectores?), es una obra que perdurará dentro de muchas décadas. Una de las joyas de este siglo.