Tatako es una joven de
veinticinco años que vive y trabaja en Tokio. Lleva una vida agradable con un
puesto de trabajo que puede convertirse en ideal para ella y, entre sus
compañeros de la empresa, se encuentra un joven con el que lleva unos meses de
relación. Sin embargo, un día todo se desmorona cuando su novio, su pareja, le
dice que va a casarse. Incapaz de digerir una noticia así, Tatako entra en
caída libre, y decide abandonar su puesto de trabajo, evitando así ver al
culpable de su pena y, también, a su futura esposa, compañera también.
La madre de Tatako, parece
evidente, está muy preocupada por la situación, que parece que puede llegar a enquistarse
y ensombrecer el futuro de la muchacha a
medio plazo; debido a ello comenta con familiares y amigos la necesidad de su
hija de cambiar de aires. La solución resulta ser su hermano Satoru, tío de
Tatako, del que guarda un bonito recuerdo aunque hace tiempo que no lo ve.
Satoru le ofrece un cambio inmediato y radical: ayudarle en la librería que
regenta en el barrio de Jimbocho y, además, ahorrarse un dinero en alquiler ya
que puede ocupar un pequeño cuarto en la planta superior, que hasta ahora se
había utilizado exclusivamente de almacén.
Tatako acepta a regañadientes y
sin mucha convicción, teniendo en cuenta que no es lectora habitual y no sabe
si será capaz de cumplir con su cometido de forma correcta. Con el paso de los
días la costumbre hace que, por un lado, se vaya haciendo con las formas correctas
a la hora de suplir y auxiliar a su tío, y por otro integrarse en un barrio
lleno de decenas de librerías especializadas. La suya, Morisaki, está
extrañamente especializada en autores que perdieron su prestigio, autores
olvidados pero de calidad. De regalo, el nudo que aprieta su garganta va
aflojando la intensidad sin que se dé cuenta.
Llegué a este libro por un
impulso: una portada que me resultó atractiva, la palabra librería en el
título, una pincelada del argumento y ese conjunto hizo que me entrase por el
ojo a primera vista. El cebo hizo su efecto, y decidí adquirir un libro al que
tenía cariño de antemano. Una vez comenzado me encontré con una lectura amable
y entrañable, sin muchas complicaciones y menos profunda de lo habitual en la
literatura japonesa, un libro que se quiere dejar leer y nos permite pasar un
buen rato.
No sé si te pasa a ti, pero una
invitación a vivir el ambiente de una librería para mí es una aventura muy
prometedora, y el paseo por el barrio de Jimbocho, que no conocía, me resultó
impactante y me generó cierta envidia por, probablemente, no llegar a dar ese
paseo físicamente. El encanto de las librerías pequeñas, el aroma de los libros
usados que tan bien se describe en el libro (y que a mí me hipnotiza, ya que
creo que padezco algún tipo de síndrome tenga o no nombre y tenga o no más
enfermos y que consiste en que prefiero los libros usados a los nuevos, como si
los desconocidos lectores anteriores supusiesen un plus en la lectura) es
garantía de éxito.
Satoshi Yagisawa lo sabía antes
de armar la historia con la que debuta en el mercado literario y que le supuso
un éxito inmediato. Ese debut echando mano de un entorno que sospecho también
disfruta como muchísimos lectores nos trae esa complicidad lectora que sirve de
soporte a una historia que en ocasiones adolece de lo que suele pasar en muchas
primeras obras, una cierta falta de consistencia que podemos pasar por alto por
lo agradable del ritmo y de los personajes. Eso sí, debido a que la librería se dedica a libros japoneses desconocidos me faltó esa complicidad y esa pequeña alegría de ir descubriendo en la lectura libros que forman parte de nuestro pasado lector. Creo recordar que tan solo conocía uno de los muchos libros mencionados. En resumen, un libro que
probablemente no le cambie la vida a nadie pero al que tenía cariño antes de
tenerlo en mis manos y que una vez terminado lo conserva. Entrañable. Por si acaso, me guardo el nombre del autor para sus futuros estrenos.