El brillante, aunque menos
conocido de lo que su enorme talento merece, autor austríaco Stefan Zweig
nació en Viena en 1881. Nació en el seno de una acomodada familia judía, hijo
de Moritz Zweig y de Ira Brettauer Zweig. Su familia centraba sus esfuerzos en
los negocios (el padre era fabricante de textil) y el desarrollo espiritual por
encima de la religión. Zweig manifestó a ese respecto: “Mi madre y mi padre
eran judíos sólo por accidente de nacimiento”. Sin embargo, el hecho de
proceder de familia judía marcaría el destino del escritor.
Desde su infancia desarrolló su
talento para la escritura, y ya desde su etapa de estudiante consigue que sus
poemas, traducciones de poemas e incluso ensayos sean publicados en los periódicos
y revistas más prestigiosos de su ciudad. Como era costumbre en su época, las
familias judías que obtenían éxito en los negocios, procuraban para sus
descendientes una excelente formación en los más exigentes centros. Capaz de
compaginar su escritura con los estudios, Stefan consiguió el título de Doctor
en Lengua y Literaturas Románicas en el año 1904.
Una vez licenciado, inicia una
serie de viajes por todo el mundo que enriquecerán sus conocimientos y dichas
experiencias por Europa, América y Asia se verán adornadas por la oportunidad
de conocer a personalidades como Auguste Rodin o Herman Hesse. En este periplo
inició una fructífera carrera de traductor de obras literarias de diferentes
lenguas. Como vemos, la formación literaria del austríaco fue totalmente
envidiable. La serie de viajes se vio interrumpida por el inicio de la Primera
Guerra Mundial, guerra a la que Zweig se opuso públicamente, y que le llevó a
vivirla desde la Oficina de Guerra en Viena, tras haber sido nombrado como “no
apto para el combate”.
En los últimos meses de la guerra
se desplazó a Suiza, donde conoció a personalidades como James Joyce, y más
tarde se establece en Salzburgo, desde donde inicia diferentes viajes. En dicha
ciudad permanecerá hasta el auge del nazismo, ya que en 1934 abandona
definitivamente Austria para establecerse en Londres, que se convierte en el
punto de partida de un exilio que lo lleva a diferentes naciones y continentes.
Unos años felices en los que además contrajo matrimonio con Friderike Maria Burger
von Winternitz, una mujer que supo sobrellevar los altibajos en el humor de
Stefan durante toda su convivencia.
Durante esa época Zweig obtuvo un
gran éxito en Alemania y Austria en sus múltiples facetas como escritor.
Ensayos, cuentos, novelas, publicaciones de divulgación histórica, ensayos y
sus celebradas e inolvidables biografías de personajes históricos lo llevaron a
las primeras páginas de los diarios de su época. Una de las características de
Zweig es que elegía como figura biográfica a personajes “Vencidos. Hay un
cierto rasgo característico de mi forma de pensar: nunca tomo partido a favor
del héroe, sino que veo la parte trágica del vencido”. Las vidas de María
Antonieta, Erasmo de Rotterdam o María Estuardo fueron plasmadas por Zweig en unas
biografías inolvidables. También surgieron algunas de sus más conocidas obras,
como “Carta de una desconocida”, “Veinticuatro horas en la vida de una mujer” o “Momentos estelares de la humanidad”.
Sin embargo, como decíamos al
principio, el hecho de ser de ascendencia judía y su elocuencia al defender sus
posturas políticas lo puso en el punto de mira de la propaganda nazi, pasando
de ser un escritor bien considerado a sufrir el registro de su vivienda por
parte de la policía austriaca (hecho que lo convenció de la necesidad de iniciar
su exilio) y ser uno de los autores cuyo libros fueron quemados en las plazas
públicas y personaje prohibido en las editoriales alemanas. Estos convulsos
meses supusieron también el final de su matrimonio con Friderike, y empezó una
nueva relación con Charlotte Elisabeth Altmann, su enamorada y dependiente
secretaria, con la que contrajo matrimonio con celeridad.
En su exilio londinense comenzó
un proceso depresivo, sintiéndose un hombre sin patria, sin hogar, sin nacionalidad.
Como él mismo decía: “Me crié en Viena, metrópolis dos veces milenaria y
supranacional, de donde tuve que huir como un criminal antes de que fuese
degradada a la condición de ciudad de provincia alemana. En la lengua en que la
había escrito y en la misma tierra en que mis libros se habían granjeado la
amistad de millones de lectores, mi obra literaria fue reducida a cenizas. De
manera que ahora soy un ser de ninguna parte: forastero en todas. Huésped, en
el mejor de los casos.”
Cuando el conflicto se volvió más
duro en las islas británicas, dio el salto hacia Estados Unidos, para
instalarse finalmente en Brasil. Sus libros eran publicados en idiomas
diferentes al suyo, ya que el alemán estaba vetado a escritores como él. Las
noticias que recibía desde Europa, con un panorama cada vez más inundado por
las ideas nacionalsocialistas, inculcaron en él un pavor por el oscuro futuro
que parecía asomar en el mundo entero. Sus amigos lo veían triste, hundido,
obsesionado con la perspectiva de una derrota de las ideas que siempre había
defendido.
Este estado depresivo se vio
aumentado a finales de 1941, con el conocido ataque japonés a la base
norteamericana situada en Hawai Pearl Harbor, y su consiguiente declaración de
guerra; a mediados de febrero de 1942
comienza una serie de hundimientos de barcos brasileños por parte de los
submarinos del eje, comenzando con el Buarque. Además, la rendición de Singapur
a manos de Japón también supuso otro duro golpe para sus esperanzas. Ese opresivo
futuro que el mundo temía se convirtió
en demasiado oscuro y Zweig inició con gran meticulosidad el que fue su último
proyecto.
Realizó varias cartas de
despedida, formalizó todos y cada uno de los pagos y facturas que tenía
pendientes y los pagos a los empleados que estaban a su servicio. Devolvió
libros que le habían sido prestados y, aquellos que no le fue posible devolver,
los etiquetó con el nombre de la persona que se lo había cedido. Revisó el
manuscrito de su autobiografía (la magnífica “El mundo de ayer. Memorias de un
europeo”). Viajó a Río de Janeiro para entregarle a su abogado una copia del
testamento que sería definitivo. En una conversación con un amigo un tiempo
atrás habían relacionado el tranquilizante Veronal con la ciudad de Verona, y,
por asimilación con la historia de Romeo y Julieta, eligió dicho medicamento
como el instrumento con el cuál se quitaría la vida.
Así, el 22 de febrero de 1942
cenó de la misma manera que solía hacerlo a diario, jugó una partida de ajedrez
con su esposa Lotte, se tumbó en su cama e ingirió una cantidad de Veronal
suficiente como para acabar con su vida. Al día siguiente dos empleados,
alarmados por no encontrar al matrimonio, fuerzan la puerta de su dormitorio, y
se encuentran los cuerpos sin vida de Stefan Zweig y de Lotte Altmann, cuyo
rostro reposará sobre el hombro del escritor en su último aliento.
Así acabó la historia de uno de
los más brillantes y polifacéticos escritores del siglo XX, que fue perdiendo
popularidad paulatinamente, y que afortunadamente está siendo rescatado en los
últimos años de su olvido en el último cajón de los archivos de las
bibliotecas. Esperemos que sirva para colocar en el lugar que merece a una
persona para la que, como reza en su carta de despedida, “el trabajo espiritual
siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la
tierra”.