sábado, 10 de abril de 2021

"Me llamo Lucy Barton", de Elisabeth Strout

Lucy Barton se encuentra en un hospital de Manhattan. A las dificultades que acarrea una operación tan importante y urgente como la que provoca una inflamación del apéndice se le suman complicaciones tras dicha intervención; la prolongada estancia en el centro médico parece no terminar nunca. Mientras eso sucede, su marido, centrado en cuidar de sus dos hijas (pequeñas), no encuentra el tiempo que desearía para resultar el apoyo y la compañía que precisa Lucy. Las visitas al hospital cada vez son más escasas y más breves, y se le ocurre una solución inesperada: avisar a su suegra, la madre de Lucy, que vive en el lejano pueblo de Amgash (Maine), en el lugar donde vivió hasta que nuestra protagonista decidió poner un mundo entre ella y su familia.

 

Y así, durante cinco días, asistimos a las conversaciones y los silencios entre una madre y una hija que no se comprendieron nunca, y que tal vez nunca lo lleguen a hacer. Como marco, el pequeño espacio de esa habitación cuya ventana les ofrece la visión del conocido edificio Chrysler. Entre las palabras que se dicen y las que no, asistiremos a la construcción de la historia de una familia y de sus problemas, unos problemas que Lucy lleva arrastrando desde que tiene uso de razón.

 

El argumento de este libro no puede ser más sencillo, y la acción que te puedes encontrar en las pocas páginas que componen la obra ya te puedes imaginar que no es trepidante, y es que esta autora no se caracteriza por escribir libros que mantengan la tensión, sino por otra cosa: por una sensibilidad que se puede palpar, y que a mí particularmente me lleva a sentir identificado con lo que expresa en boca de sus personajes, de lo que pasa por sus cabezas.

 

La lectura de “Me llamo Lucy Barton” ha sido muy particular: tras una serie de lecturas difíciles de superar al iniciar el año y que me llevaron a encadenar obras que permanecerán en la lista de mis libros preferidos, llegó un bache tremendo. Como era de esperar, las expectativas de lectura estaban demasiado altas, y uno tras otro fui dejando libros que, en otras circunstancias, con total seguridad me habrían llenado. Esa lista, la de libros abandonados, estaba siendo ya demasiado extensa, ya que llegó a las dos cifras. En cierto modo desesperante.

 

Y llegó el momento en el que decidí volver con Elisabeth Strout. Tras “Olive Kitteridge”, obra con la que ganó el premio Pulitzer, había leído la continuación de la historia de esa maestra retirada y que se cerró con la redonda “Luz de febrero”. Dado que me gusta dosificar la lectura de un escritor determinado, la apuesta de volver con “Me llamo Lucy Barton” era arriesgada, pero salió bien. Y es que me encontré una lectura diferente pero con puntos en común con las anteriores: ese paseo por la vida interior de unos personajes intentando sacar conclusiones de su pasado e intentando al mismo tiempo coger las piezas que le sirvieron para hacerse una imagen de las personas más cercanas y colocarlas de otra manera: en definitiva, desarrollar su empatía para comprender un poco más a sus conocidos.

 

Y en “Me llamo Lucy Barton” Strout usa la primera persona como narradora, así que es sencillo meterse en la piel de la protagonista y de lo que nos quiere expresar. Los capítulos los usa como una especie de (perdón por la licencia, pero es lo que me viene a la mente) “patchwork”. No sé si ese anglicismo te dice algo, pero si no es así te será fácil buscarlo y llegar al punto que quiero expresar: Strout usa pensamientos (algunos cortos, algunos más extensos), situaciones del pasado y recuerdos de una forma desordenada y con ellos va confeccionando un retrato de Lucy Barton y de su madre, hechos esos lienzos con retales de muchos colores, de muchos olores, de muchos sabores, de muchos recuerdos.

 

Como pasa con cada uno de los libros que he leído en mi vida, hay lectores a los que va a llegar y lectores a los que no. Incluso también hay lectores a los que llegará o no dependiendo del momento en el que decidan leerlo (como me pasa a mí) pero si lo que me ha producido a mí la lectura despierta tu interés es probable que encuentres la lectura amena, ágil y productiva: esa sensibilidad tan Strout que temía no encontrar lejos de la historia de la inolvidable Olive Kitteridge está presente y latente y permanece en “Me llamo Lucy Barton”. Lo más gráfico que puedo expresar de esta lectura es que, de no llamarse Elisabeth Strout la autora, la pondría en mi lista de escritores a seguir de cerca (pero lo es y ya de antemano está en mi lista de autores preferidos).