En 1938, durante el desarrollo de
una mundana visita a un café por parte de un afamado y reconocido escritor éste
se encuentra con un individuo un tanto incómodo que regala la etiqueta de “amigo”
a prácticamente todas las personas con las que tiene una relación, y con mayor
ímpetu si dicha persona es un personaje reconocido públicamente. Tan
superficial y prescindible encuentro será el desencadenante de la profunda
narración que nos será ofrecida.
Y es que dicho personaje presenta de manera indirecta al autor (durante todo el libro nos es presentada la historia como verídica
aunque modificando nombres) al protagonista de nuestra historia: Anton
Hofmiller, el honroso merecedor del título de héroe, ya que incluso consiguió
la distinción de la condecoración de María Teresa durante su valiente y arrojada participación en
la Primera Guerra Mundial.
Dada la aversión de ambos hacia
personajes como el individuo que indirectamente los pone en contacto, en un segundo encuentro
en una cena se inicia entre escritor y protagonista una conversación que será
expuesta ante nuestros ojos: el héroe recuerda su estancia en un pueblo
indefinido entre Viena y Budapest, y nos traslada a los albores del conflicto
iniciado en 1914 cuando él mismo era el Teniene Hofmiller, del cuerpo de ulanos
que desarrollaba labores de instrucción en la Caballería.
En principio lleva una vida
monótona, cuyo mayor aliciente es reunirse con sus compañeros oficiales en la
taberna del pueblo a dejar que las horas siguiesen su curso. En las primeras
páginas de la narración recibe una invitación para asistir a una cena en el
castillo propiedad del viudo Lajos Von Kekesfalva, que sin duda es el personaje
más influyente de la zona. En dicha cena, presidida por Kekesfalva y su hija
Edith, descubre un mundo desconocido hasta el momento para él, y resulta realmente deslumbrado por el encanto de una vida social a la que él jamás había soñado
con tener acceso.

Hofmiller es un hombre preocupado
por los modales y por las formas, y durante la cena pone todos sus sentidos
para que así sea, consiguiendo sin embargo que esa preocupación sea compatible
con el disfrute de una copiosa cena (que contrasta enormemente con las cenas a
las que está acostumbrado) y un animado baile posterior. Como mandan los
cánones de la época, invita a bailar a las mujeres invitadas, aunque se da
cuenta de que sería una desconsideración terrible el no invitar a bailar a la
joven Edith, la hija de Kekesfalva y por tanto anfitriona.
Sin embargo, en esa invitación se
produce un desagradable hecho, y es que el observador teniente no fue
consciente de la incapacidad de Edith para bailar, e incluso caminar, debido a
una parálisis en sus piernas, hasta que observa la horrorizada expresión de la
joven y del resto de invitados en el mismo momento en el que es invitada.
Y ahí se produce el hecho desencadenante
que permite al autor desarrollar un profundo análisis de lo que un sentimiento
tan benévolo y tan humano como la compasión puede llegar a suponer para el individuo
que lo siente (Anton) y para el individuo que es objeto de dicha compasión (Edith).
La relación del teniente Hofmiller con los Kekesfalva es, a partir de ese momento,
una relación que los convierte en amigos y poco a poco en inseparables, aunque
el temor a ser objeto de mofa por parte de sus compañeros hace que Anton separe
con rotundidad los dos mundos en los que vive de manera tan diferente: el
cuartel y el castillo.

En este libro el brillante autor
austríaco Stefan Zweig nos vuelve a deleitar con su exuberante prosa y con su
precisión quirúrgica para describir las emociones humanas. Aun conociendo ya al
autor de anteriores libros, he de decir que siempre me quedó una duda: ¿es un
autor de relatos cortos? Y es que la concentración de emociones y sentimientos
contenidos en libros tan breves como
“Veinticuatro horas en la vida de una mujer”,
“Carta de una desconocida” o
“Novela de ajedrez” es complicada de
plasmar en un libro extenso (para que te hagas una idea el que nos ocupa tiene
más de cuatrocientas páginas).

Sin embargo, esa duda pronto fue
disipada, y es que el talento del austríaco brilla de una manera intensa,
haciendo de prácticamente todo el libro un ejercicio de reflexión, en el que
comprenderemos a Hofmiller en sus dudas sobre su comportamiento, que a priori
nace de unas buenas intenciones, pero cuyas consecuencias no es capaz de medir.
Es interesante observar la distinción que hace Zweig entre la compasión que
alimenta el ego y la auténtica, representada en esta narración por un personaje
inolvidable: el doctor Condor, que se ocupa desde el principio de la enfermedad
de Edith como lo hace con todos sus pacientes sean de la condición que sean: de
una forma altruista y profundamente entregada.
“La impaciencia del corazón” (en
anteriores ediciones su título era un menos evocador pero más definitorio “La
piedad peligrosa”) es un libro magnífico. Aunque la historia tiene por supuesto
su importancia, sin duda la capacidad del autor de diseccionar la mente humana
es sorprendente, así como su habilidad para inyectar emoción en cada página. Al acabar
el libro (como me ha sucedido con todos los libros que he leído de este autor)
se tiene la sensación de haber sido
llevado en volandas a una reflexión, y no puedo evitar el sentir haber crecido
un poco como lector. Si no lo has hecho todavía, dirígete a la última
estantería de la biblioteca de tu localidad y llévate a casa uno de los libros
de
Stefan Zweig. No te arrepentirás.