
La destrucción debía de realizarse en una hoguera en un acto con cierta solemnidad en las instalaciones de un castillo. Max no sólo hizo caso omiso a dicho encargo, sino que se encargó personalmente de que la mayoría de ellos fuesen publicados. Entre ellos se encontraban obras como “El proceso”, “El castillo” o “Carta al padre”. Gracias a ello, el escaso éxito que había tenido el autor en vida, fue aumentando hasta convertirlo en uno de los más reconocidos autores del siglo pasado. Se trata de Franz Kafka.
Si tenemos en cuenta
que, además de a Max, Kafka también pidió a su compañera sentimental, Dora
Diamant, que destruyese los manuscritos que permanecían en su poder, nos
daremos cuenta de que la tentación de no cumplir con el encargo era una
sensación muy extendida. Efectivamente, Dora conservó en secreto la mayor parte
de dichos papeles, que se trataban de los últimos escritos del autor,
destruyendo una mínima parte. Sin embargo, la confiscación realizada a esos
valiosos documentos por parte de la Gestapo en 1933, nos hizo perder la pista
de la etapa final de la obra de Kafka.
La historia de esa traición todavía colea en nuestros días, ya que en 1968 se produjo la muerte de Max Brod, y éste legó a su secretaria y a la vez compañera sentimental todos los escritos originales. Ester Hoffe consiguió vender el manuscrito original de “El proceso” por unos dos millones de dólares, guardando con gran celo el resto de documentos. Sus hijas y herederas se encuentran en la actualidad negociando la venta de la mayoría de los manuscritos restantes, aunque todavía no decidieron cuál es el mejor postor entre varios países, como Alemania e Israel. Esta historia tiene un enorme grado de curiosidad, y resulta complicado resistirse a realizar la broma fácil de definirla como una situación “kafkiana”…
Todo ello nos lleva a
reflexionar sobre la conveniencia o no de rescatar manuscritos que fueron en su
momento rechazados por el autor, ya que quizás el propio escritor pensaba que
su publicación podría llegar a desvirtuar el conjunto de su obra. Así que el llegar
a publicar, conservar como un tesoro, o, afortunadamente el caso menos
numeroso, destruir los manuscritos legados por un autor fallecido, puede
convertirse en una complicada decisión.
No sabemos si fue
complicado tomar dicha decisión para nuestro siguiente protagonista. Se trata
de un portero de edificio del barrio neoyorkino de Brooklyn. En dicho edificio
vivía el escritor nacido con el nombre de Truman Streckfus Persons, y que
adoptó el apellido Capote del segundo marido de su madre. El autor, una vez
logrado el éxito y con ello el aumento de sus finanzas, decidió mudarse al
exclusivo barrio de Manhattan. En la mudanza a su nuevo hogar, varias cajas
embaladas fueron abandonadas en el edificio de nuestro portero. Capote le hizo
el encargo de que se ocupase de que el camión de recogida de basura se llevase
las cajas esa misma noche. El portero, en un arranque de originalidad, optó por
no destruir ninguna de ellas, y conservarlas hasta su muerte. Uno de sus
herederos, al comprobar la autenticidad de escritos, fotografías y cartas, se
dio cuenta de que se encontraba ante una sustanciosa fuente de ingresos.
.jpg)
No se trata ni mucho menos del mejor libro de Capote, y nos vuelve a poner en la duda de la carencia de ética del que hace caso omiso de los deseos del autor. De hecho, en una entrevista, ante la pregunta de si se había deshecho de algún escrito del que no estuviese orgulloso, respondió afirmativamente y se refirió a la novela que creía definitivamente destruida en estos términos: “En parte era una novela bastante dramática y muy divertida. Aunque tenía un desenlace trágico. Pero tenía algo que me molestaba. Y un día la destruí precipitadamente. Sabía que si no lo hacía terminaría publicándola. Y pensé que era mejor no publicarla…”
Pese a ello, es difícil para muchos resistirse a la revalorización que adquiere la obra de un autor tras el momento de su fallecimiento, y los enormes beneficios que ello conlleva.

Como entretenimiento y para evadirse de tanta tensión, Karl comenzó a escribir novelas policíacas en el año 2001, y años más tarde presentó a un amigo editor los dos primeros volúmenes de una trilogía que tenía perfectamente planificada. En 2004 consiguió entregar el tercer libro de la trilogía. Días después, y a consecuencia de un fallo cardíaco, fallece a los 50 años.
.jpg)
Este último se trata de un ejemplo en el que no se viola ninguna norma ética al publicar los manuscritos, ya que el deseo del autor se dirigía a la publicación de su obra. Junto a él nos volvemos a encontrar con un viejo amigo y habitual en estas páginas, nada menos que el irónico John Kennedy Toole, al que los numerosos rechazos recibidos en las editoriales en sus intentos de publicación de “La conjura de los necios” llevaron a una depresión que concluyó con su suicidio. El empeño de su madre, que gastó todas sus fuerzas en que ese escrito no acabase en el olvido, otorgó a John un merecido éxito y reconocimiento años después de su muerte, además de un póstumo Premio Pulitzer. Agradecidos estamos a la perseverante Thelma.

En definitiva, seguramente
lo más correcto es hacer caso a la voluntad del autor en el momento de su
muerte. Además de ello, y contradiciendo lo anterior, hemos de agradecer a
algún desobediente el no habernos
privado de ciertos libros.