sábado, 10 de octubre de 2020

De 5 en 5: escritores suicidas.

 El acto de acabar con la propia vida está derivado de una desesperación incomparable. Seguramente, con la ayuda adecuada la mayoría de esas acciones se podrían evitar. Sin embargo, esa desesperación suele alimentarse de una sensación de soledad que impide al protagonista solicitar la ayuda adecuada y pertinente y aleja a las posibles personas que podrían apreciar lo crítica que es la situación.

 

Es difícil intentar buscar un motivo para el suicidio, ya que es posible que haya tantos como personas lo consiguen o tantos como personas lo intentan. Depresión, desequilibrios psicológicos o algún tipo de pérdida pueden llevar a una situación en la que no se ve ninguna salida, a pesar de que sin duda la hay. Las personas tenemos diferentes grados de tolerancia, y lo que para unos es un dolor insuperable para otros es un punto de inflexión a partir del que volver a ascender.

 

De cualquier modo, siempre hay una salida, una solución a todos y cada uno de los problemas; ante la desesperación solo cabe pensar que esa solución existe, aunque no seamos a veces capaces de verlo. La sensibilidad de las personas también ha de influir en cómo se vive, y, dado que hablamos en esta página de Literatura, hay que señalar que los escritores y escritoras suelen ser personas dotadas de una alta sensibilidad.

 

Y no siempre es sencillo gestionar esa sensibilidad. Y como muestra de ello tenemos una demasiado extensa lista de autores que decidieron (y desafortunadamente consiguieron) acabar con sus vidas. A pesar de que es tan numeroso ese listado, en esta página elegimos hacer una llevadera lista de cinco ejemplos que parece más digerible. Y el primer nombre que queremos mencionar es el de uno de los mayores talentos que nos dejó la Literatura.

 

Stefan Zweig vivió una etapa de la historia complicada. La Gran Guerra dejó muchas heridas abiertas, y esas heridas permitieron (visto desde ochenta años después es fácil darse cuenta) que la sociedad buscase culpables de las terribles dificultades que se vivieron en los años posteriores. A raíz de ello, en Alemania surgió un movimiento que todos conocemos y que puso en el punto de mira a las personas judías. Y Stefan Zweig tenía origen judío. Así que sufrió la persecución como todos sus semejantes, a lo que hay que sumar que era una persona pública.

 

De hecho, Zweig se hubo de exiliar. Tras pasar un tiempo en Estados Unidos, decidió instalarse en Brasil, país desde el que siguió con preocupación las noticias de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, Zweig no pudo soportar la expansión que logró el régimen nazi durante los primeros años. Convencido de que el mundo estaba destinado a ser un gran Imperio, acabó con su vida. Como decíamos, todos los suicidios son evitables de uno u otro modo, pero si el gran autor hubiese esperado unos meses tal vez hubiese visto cómo el gran error de Adolf Hitler, el empeñarse en invadir una enorme y congelada Rusia, lo que al final supuso lo que desniveló la balanza en su contra.

 

El siguiente caso que traemos hoy es un poco diferente. El autor estadounidense Ernest Hemingway intentó al menos tres veces suicidarse antes de conseguirlo disparándose con una escopeta. Hay quien dijo que había sido un accidente, pero todo parece indicar que no lo fue. Hemingway tenía un gran listado de problemas. Resultó seriamente herido en la Primera Guerra Mundial y tuvo una vida de excesos continuos. Se casó un total de cuatro veces y nunca, ni tan siquiera cuando lo avisaron seriamente, dejó de beber alcohol. Además, tuvo una tremenda mala suerte con la aviación, ya que sufrió heridas severas en tres accidentes aéreos.

 

En sus últimos años denunció que estaba siendo espiado por el F.B.I., lo que le supuso ser tachado de paranoide. Sin embargo, en los años 80, tras la desclasificación de archivos que tenían que ver con el autor, se demostró que estaba en lo cierto. Sus últimos tiempos los vivió en la localidad de Ketchum, y en una ocasión su última esposa lo encontró en una situación comprometida con una escopeta en la mano; tras ese episodio fue sedado e ingresado. Sea por la causa que sea, una mañana un disparo salido de su escopeta acabó con su vida en su finca de Idaho.

 

Nuestra tercera persona mencionada es un caso muy conocido. Virginia Woolf sufrió durante toda su vida, al parecer, de un trastorno bipolar muy complicado. Una lucha constante y agotadora contra esos problemas mentales la fue erosionando y las circunstancias, con las consecuencias que tuvo para ella la Segunda Guerra Mundial (su casa de Londres resultó destruida) y otros motivos hicieron que la autora de “Las olas” entre otras fueron demasiado. Sus padres murieron cuando ella era adolescente, y hasta unos años después de su muerte no se conoció el tratamiento para mitigar su dolencia, lo que sin duda hubiese cambiado su existencia.

 

Seguramente conozcas el modo en el que Virginia acabó con su vida, pero tras tanto tiempo luchando con las palabras que inundaban y asfixiaban su mente decidió un día de la primavera del año 1941 escribir una nota de despedida, llenar los bolsillos de su abrigo de piedras, y adentrarse en las aguas del río Ouse. Su cuerpo no apareció hasta tres semanas después.

 

Nuestro penúltimo autor es otro caso excepcional. John Kennedy Toole ejerció como profesor en varias ocasiones, incluido cuando fue incorporado al ejército en Puerto Rico, donde ejerció como profesor de Inglés. Tras volver a su tierra natal, en Nueva Orleans, tuvo diferentes ocupaciones (algunas de ellas son reproducidas en las páginas de “La conjura de los necios”). Y ahí, en la escritura de este libro, se encuentra la principal razón de la depresión que acabó en suicidio. Toole estaba convencido de que había escrito una gran obra (yo también lo estoy) pero el fuerte rechazo que recibió al intentar publicarlo tuvo como consecuencia que se sintiese fracasado.

 

Un desgraciado día de primavera (maldita primavera) de 1969, John puso una manguera en el tubo de escape de su vehículo. Introdujo el extremo opuesto en la ventanilla del mismo, y puso el coche en marcha. Dejó una nota de suicidio que fue destruida por su madre. Se comenta que su madre era una mujer muy protectora que le llevó a tener dificultades de relación, hecho que contribuiría a agravar esa depresión. Sin embargo, la madre también tiene su hueco en la historia ya que inició un incansable periplo con el manuscrito de “La conjura de los necios” por editoriales hasta conseguir que, 12 años después de la muerte de su hijo, la obra fuese publicada y ganase el Premio Pulitzer, y nos dejase el personaje de Ignatius J. Reilly, inolvidable y desagradable hito entre las novelas de humor.

 

Es difícil encontrar alguna similitud entre los cuatro escritores que hemos seleccionado hasta el momento, y también será complicado emparejar al último caso que traemos. Yukio Mishima vivió obsesionado la mayor parte de su vida por las tradiciones de su país. Era un absoluto convencido y enamorado de los valores de los samuráis, unos personajes que ya no existían. Echaba de menos esos valores en la sociedad en la que vivía. Además, también vivía obsesionado con la belleza física. Aducía que tenía que cuidar su cuerpo e intentar obtener la perfección cincelándolo con los ejercicios adecuados. La idea de que su propio cuerpo envejeciese le producía repulsión.

 

Con estos antecedentes (y con una personalidad tan ajena a la belleza que imprimía a sus escritos) creó una especie de milicia civil para defender esos valores. A pesar de su fama y su notoriedad, dicha sociedad no tuvo mucha incidencia. Un día de 1970 Yukio Mishima organizó un acto absolutamente disparatado: visitaron un cuartel militar en el que secuestraron al general del mismo.

 

Desde la altura reclamó a los militares que formaban parte de dicho acuartelamiento que se sumasen a su causa en contra de la occidentalización de su sociedad, lo que no tuvo ningún efecto. A raíz de ese fracaso (probablemente esperado y calculado), Yukio Mishima inició el rito del Sepukku para conservar su honor: se realizó lo que es conocido como harakiri, clavando su espada en su vientre y desgarrando sus órganos. Al no haber logrado con dicho hecho su muerte, su asistente realizó el siguiente paso (ya calculado) de intentar decapitar al suicida. Lo intentó sin éxito tres veces, y fue reemplazado por otra persona. Este segundo asistente lo logró, y acto seguido hizo lo mismo con el primer asistente, que avergonzado por no haber conseguido cumplir con su función intentó (también sin éxito) realizar su propio sepukku.

 

Como vemos, hemos traído cinco ejemplos muy diferentes entre sí, pero representativos de las diferentes causas que pueden llevar a una persona a acabar con su vida. Con la esperanza de que no vuelva a suceder, y de que los que sientan tentaciones de acabar con el sufrimiento de esta manera no está mal recordar que todo problema tiene su solución y, permitiéndome añadir un dicho muy gallego que se puede traducir como “nunca llovió que no escampara”. Todo pasa.