Es difícil intentar
buscar un motivo para el suicidio, ya que es posible que haya tantos como
personas lo consiguen o tantos como personas lo intentan. Depresión,
desequilibrios psicológicos o algún tipo de pérdida pueden llevar a una
situación en la que no se ve ninguna salida, a pesar de que sin duda la hay.
Las personas tenemos diferentes grados de tolerancia, y lo que para unos es un
dolor insuperable para otros es un punto de inflexión a partir del que volver a
ascender.
De cualquier modo,
siempre hay una salida, una solución a todos y cada uno de los problemas; ante
la desesperación solo cabe pensar que esa solución existe, aunque no seamos a
veces capaces de verlo. La sensibilidad de las personas también ha de influir
en cómo se vive, y, dado que hablamos en esta página de Literatura, hay que
señalar que los escritores y escritoras suelen ser personas dotadas de una alta
sensibilidad.
Stefan Zweig vivió
una etapa de la historia complicada. La Gran Guerra dejó muchas heridas
abiertas, y esas heridas permitieron (visto desde ochenta años después es fácil
darse cuenta) que la sociedad buscase culpables de las terribles dificultades
que se vivieron en los años posteriores. A raíz de ello, en Alemania surgió un
movimiento que todos conocemos y que puso en el punto de mira a las personas
judías. Y Stefan Zweig tenía origen judío. Así que sufrió la persecución como
todos sus semejantes, a lo que hay que sumar que era una persona pública.
De hecho, Zweig se
hubo de exiliar. Tras pasar un tiempo en Estados Unidos, decidió instalarse en
Brasil, país desde el que siguió con preocupación las noticias de la Segunda
Guerra Mundial. Sin embargo, Zweig no pudo soportar la expansión que logró el
régimen nazi durante los primeros años. Convencido de que el mundo estaba
destinado a ser un gran Imperio, acabó con su vida. Como decíamos, todos los
suicidios son evitables de uno u otro modo, pero si el gran autor hubiese
esperado unos meses tal vez hubiese visto cómo el gran error de Adolf Hitler,
el empeñarse en invadir una enorme y congelada Rusia, lo que al final supuso lo
que desniveló la balanza en su contra.
Nuestra tercera
persona mencionada es un caso muy conocido. Virginia Woolf sufrió durante toda
su vida, al parecer, de un trastorno bipolar muy complicado. Una lucha
constante y agotadora contra esos problemas mentales la fue erosionando y las
circunstancias, con las consecuencias que tuvo para ella la Segunda Guerra
Mundial (su casa de Londres resultó destruida) y otros motivos hicieron que la
autora de “Las olas” entre otras fueron demasiado. Sus padres murieron cuando
ella era adolescente, y hasta unos años después de su muerte no se conoció el
tratamiento para mitigar su dolencia, lo que sin duda hubiese cambiado su
existencia.
Nuestro penúltimo
autor es otro caso excepcional. John Kennedy Toole ejerció como profesor en
varias ocasiones, incluido cuando fue incorporado al ejército en Puerto Rico,
donde ejerció como profesor de Inglés. Tras volver a su tierra natal, en Nueva
Orleans, tuvo diferentes ocupaciones (algunas de ellas son reproducidas en las
páginas de “La conjura de los necios”). Y ahí, en la escritura de este libro,
se encuentra la principal razón de la depresión que acabó en suicidio. Toole
estaba convencido de que había escrito una gran obra (yo también lo estoy) pero
el fuerte rechazo que recibió al intentar publicarlo tuvo como consecuencia que
se sintiese fracasado.
Es difícil
encontrar alguna similitud entre los cuatro escritores que hemos seleccionado
hasta el momento, y también será complicado emparejar al último caso que traemos.
Yukio Mishima vivió obsesionado la mayor parte de su vida por las tradiciones
de su país. Era un absoluto convencido y enamorado de los valores de los samuráis,
unos personajes que ya no existían. Echaba de menos esos valores en la sociedad
en la que vivía. Además, también vivía obsesionado con la belleza física.
Aducía que tenía que cuidar su cuerpo e intentar obtener la perfección
cincelándolo con los ejercicios adecuados. La idea de que su propio cuerpo
envejeciese le producía repulsión.
Desde la altura
reclamó a los militares que formaban parte de dicho acuartelamiento que se
sumasen a su causa en contra de la occidentalización de su sociedad, lo que no
tuvo ningún efecto. A raíz de ese fracaso (probablemente esperado y calculado),
Yukio Mishima inició el rito del Sepukku para conservar su honor: se realizó lo
que es conocido como harakiri, clavando su espada en su vientre y desgarrando
sus órganos. Al no haber logrado con dicho hecho su muerte, su asistente
realizó el siguiente paso (ya calculado) de intentar decapitar al suicida. Lo
intentó sin éxito tres veces, y fue reemplazado por otra persona. Este segundo
asistente lo logró, y acto seguido hizo lo mismo con el primer asistente, que
avergonzado por no haber conseguido cumplir con su función intentó (también sin
éxito) realizar su propio sepukku.
Como vemos, hemos
traído cinco ejemplos muy diferentes entre sí, pero representativos de las
diferentes causas que pueden llevar a una persona a acabar con su vida. Con la
esperanza de que no vuelva a suceder, y de que los que sientan tentaciones de
acabar con el sufrimiento de esta manera no está mal recordar que todo problema
tiene su solución y, permitiéndome añadir un dicho muy gallego que se puede
traducir como “nunca llovió que no escampara”. Todo pasa.