El hecho de decir algo tan
superfluo como “me gusta la literatura japonesa” es un error que he cometido en
numerosas ocasiones. Resulta tan desafortunado como lo sería decir “me gusta la
literatura española” y con ello meter en el mismo saco, otorgándoles
características similares, a autores (por poner ejemplos) tan variopintos como
Eduardo Mendoza, Almudena Grandes o Miguel Delibes.
En la literatura japonesa, del
mismo modo que en la española o en la de cualquier país del mundo, hay autores
transgresores, autores tradicionales, y autores de todo tipo que no tienen nada
que ver entre ellos ni se puede comparar sus formas de escribir. Sin embargo
comparten una cultura muy diferente a la nuestra, en la que se pueden dar unas
torpes pinceladas sobre lo que me resulta en cierto modo hipnotizador a la hora
de leer un texto (no todos, evidentemente) de un autor nipón.
Aunque sea difícil de describir
en unas pocas líneas, esa diferencia entre la contenida vida exterior que es
descrita en los libros con la vigorosa vida interior de los personajes me
resulta apabullante. Además, la forma de describir hechos cotidianos y darles
un valor mayúsculo (como puede ser el típico ejemplo de la ceremonia de la
preparación del té o cualquier acto diario al que se le otorga un valor
milenario) usando una “prosa muy lírica” o un “lirismo muy prosaico” resulta
encantador. Como decía al principio, no es posible generalizar en cuanto a la
literatura de un país, y no es posible mezclar a autores tan dispares como
Mishima, Yoshimoto, Kawabata, Murakami o la autora que hoy presentamos: Hiromi
Kawakami.
En “El cielo es azul, la tierra
blanca” (la traducción literal del título sería “El maletín del maestro”)
Kawakami nos presenta a una protagonista solitaria, a punto de ser vencida por
el mundo y por una vida que no es la que esperaba. Se trata de Tsukiko, que
prácticamente solo sale de casa para acudir a su puesto de trabajo, en el que
pasa la mayor parte de sus días. A punto de cumplir la cuarentena, es difícil
encontrar en el día a día de Tsukiko cualquier mínimo estímulo.
Por una simple casualidad, en una
de sus paradas habituales en una Izakaya (su tradición sería algo así como
tienda de sake, y es un lugar muy usado por los nipones para comer y beber tras
salir del trabajo) se encuentra con Harutsuna Matsumoto y, tras unos instantes,
reconoce a su antiguo profesor de lengua de cuando era niña, un profesor que ya hace unos años está retirado de su antigua labor.
Entre ellos se inicia una
peculiar, leve y delicada relación (no me atrevería a decir ni de amistad ni de
amor) en la que simplemente comparten silencios, algunas palabras, algunas
miradas, alguna sonrisa esporádica en la que nunca saben cuándo se verán (no
quedan para ello de forma explícita) ni cuánto tiempo pasará entre un momento y otro.
Y así, a un paso lento y con esa
forma de actuar contenida y tan cargada de intensidad al mismo tiempo, en la
que quedar los dos para visitar un mercado se convierte en un acontecimiento,
se crea una bella, alejada de lo pasional, casta y poco convencional historia
de amor que el lector ve nacer tal y como se ve nacer la llegada de la
primavera: en un signo débil e ilusionante al principio, y tras ese signo ya
son buscados con mayor consciencia y con mayor tino los síntomas de lo que está
por llegar.
Con “El cielo es azul, la tierra
Blanca” la autora Hiromi Kawakami obtuvo importantes premios y se convirtió en
una de las autoras con mayores ventas. Además se hizo una adaptación
cinematográfica que obtuvo cierto éxito. En sus páginas podemos encontrar esa
sensibilidad que nos hace llegar a apreciar en su justa medida tanto silencios
como instantes para el recuerdo.
Además de ello, casi llegamos a
palpar esa contención omnipresente en la literatura japonesa, tan alejada de
aspavientos y largos y vacíos diálogos, otorgando tanta belleza e importancia a
hechos tan dispares como el roce de una mano, la forma de servirse un vaso de
cerveza o la llegada de primavera con la fiesta del florecimiento de los
cerezos. Quizás el ejemplo más adecuado en este libro sea el hecho de que el
profesor retirado todavía lleva consigo a todos y cada uno de los sitios a los
que va su viejo y ajado maletín de profesor. Un libro aconsejado para lectores
que sepan apreciar esa sensibilidad tan presente.