
Yoshio Eguchi narra las vivencias
que le transmite el contemplar a la primera muchacha (rigurosamente
seleccionada por la regenta de la casa tanto por su hermosura como por una
imprescindible virginidad) en un acto tan íntimo como es el dormir. El requisito
de la posada es no realizar ninguna acción que pueda considerarse inapropiada,
lo que conllevaría el ser expulsado de ese selecto club.
Por la mente de Eguchi pasan los
pensamientos encadenados entre las seis muchachas a las que, en total, visitará
en este relato corto, y con ellas todas y cada una de las mujeres que pasaron
pos su vida, desde su madre a sus hijas, pasando por todas las mujeres a las
que amó. Para Eguchi las visitas se convierten en una especie de recorrido por
su pasado, un recorrido en el que hay lugar para los remordimientos. Al mismo
tiempo, se manifiesta el presente en la forma de las tentaciones que vive el
anciano de violentar a las durmientes en diferentes formas, con un deseo casi
irresistible de vulnerar su (narcotizado)
sueño.
Por último, el atormentador futuro con ese miedo a la vejez y decrepitud que observa en el resto de
clientes, algo mayores que él y que viven buscando, del mismo modo que él, la
juventud perdida en esa posada, y el alejar la decadente idea de una muerte que
se acerca inexorablemente. Tal y como dicta la lógica, los miembros de la
clientela no coinciden entre ellos, aunque no supone un impedimento para que
nuestro protagonista entable un diálogo fantasmagórico con ellos.
Como es habitual en este autor,
el (de momento) único ganador del Premio Nobel de Literatura de origen japonés,
las tradiciones japonesas están muy bien representadas, así como añade
simbologías tradicionales a los propios personajes, lo que se puede observar en
algo tan simbólico como las vírgenes yacentes. Este argumento y la forma de narración, en la que olfato,
oído y vista son magnificados por el autor, agudizados por el silencio en el
que los únicos diálogos los forman las entradas en la vivienda y los desayunos
matutinos atraen de manera intensa a muchos autores.

En este cuento, y en los que lo
acompañan (“Un brazo” y “De pájaros y animales”) son acompañados de una fuerte
simbología japonesa que, personalmente, se me hizo complicada de seguir. Capaz
de describir de una forma sublime la belleza de su entorno, de la naturaleza, añade también una morbosidad a la narración y
una escabrosidad que en ocasiones aleja un poco al lector, o al menos lo
desconcierta.
Como decíamos, es el único autor
japonés que logró el Premio Nobel de Literatura (aunque como él mismo dijo en
una ocasión “no entiendo cómo me lo han dado a mí existiendo Mishima”) y uno de
los grandes autores del siglo pasado. Tiene en este libro ese toque magistral
describiendo la parte más bella de la naturaleza, como se puede observar
también en “Lo bello y lo triste”, aunque como decía el añadir detalles
escabrosos y desasosegantes hizo que nunca me zambullese en la lectura.
Por último recalcar que el uso de
esas figuras oníricas en la narración (sobre todo en el segundo relato) me hizo
recordar a uno de los autores más conocidos de la actualidad, Haruki Murakami,
aunque mi desconocimiento de la tradición japonesa me impide distinguir si
ambos se inspiran en ella o el segundo en el primero. En definitiva, una
lectura de la que se saca provecho, aunque entre tanta belleza como es capaz de
describir también coloca dosis que dejan un sabor un tanto amargo.