Una de las formas más directas
que tiene un escritor de llamar la atención de un posible lector es a través de
la vista, y por ello la portada de un libro es objeto de estudio antes de
obtener la definitiva portada que pretende impactar a cada persona que la ve.
Hemos visto en otras ocasiones cómo portadas exitosas son imitadas o
directamente copiadas, y cómo la misma imagen es usada en un buen puñado de
libros.
El tema portada es, como
decíamos, una de las formas que posee el autor de captar miradas hacia su libro. Sin embargo, una mala
portada es un problema salvable, ya que a lo largo de su vida un libro puede
camuflarse con un sinfín de cubiertas diferentes. No es el caso de otro de los
puntos más importantes a la hora de vender un libro: el título.
Una vez elegido un título, suele
ser definitivo, y por ello tanto autores como editores tienen un cuidado
especial al elegir esa palabra o palabras que pretenden permanezcan en la
memoria colectiva. Para ello se valen de muy diversas técnicas, y en algún caso
de ausencia de las mismas.
No es pequeño el número de
autores que, a falta de un momento de inspiración mejor, deciden titular la
obra que tienen entre manos con el primer objeto que aparece ante sus ojos.
Así, un Lynab Frank Baum pensativo y ensimismado, una vez terminada la
escritora de uno de sus libros, sufrió un ataque de inspiración repentino al
ver uno de los objetos que se encontraban en su despacho: un archivador. Con
ello y con la etiqueta que describía el contenido del cajón de dicho archivador,
convirtió las aventuras narradas en dicha obra en el título universalmente
conocido de “El mago de OZ”. Dicho título podría haber resultado ”El mago de AN”
si se hubiese fijado en el otro cajón del famoso archivador.
Un caso similar de repentina inspiración
sufrió Ian Fleming en su vivienda de Jamaica, cuando decidió llamar al
personaje de su próxima novela (no lo incluyó en el título, pero dicho nombre
quedaría unido para siempre a todos los títulos de la saga) tal y como se
llamaba el autor del libro que tenía entre manos: “Guía de las aves de las
indias orientales”, escrito por el ornitólogo James Bond.
Tal falta de método en el momento de decidir
el título de un libro no es poco común, y además de otorgar el poder de
decidirlo, como hemos visto, poco menos que al azar, también encontramos
escritores que eligieron una frase o personaje de sus autores favoritos para
encabezar la portada de sus obras. En este grupo podemos incluir al mayor de
los “inspiradores involuntarios”: el celebrado autor británico William
Shakespeare.
De alguna de las páginas escritas
por Shakespeare extrajeron autores como William Faulkner algunos fragmentos que
convirtieron en títulos. Concretamente, de la frase “La vida es un cuento
narrado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que nada significa”, aparecido
en “Macbeth”, sacó el genio estadounidense en título de su obra más
célebre, “El ruido y la furia”.
Del mismo modo, Aldous Huxley
tituló la que, a la postre, sería su más recordada obra, “Un mundo feliz”,
basándose en unas palabras pronunciadas por Miranda en la obra shakesperiana
“La tempestad”: “¡Oh, qué maravilla! ¡Cuántas criaturas bellas hay aquí! ¡Cuán
bella es la humanidad! ¡Oh, mundo feliz, en el que vive gente así!”.
Hablando de otro excelente
escritor estadounidense, uno de sus títulos más reconocidos y reconocibles fue
extraído del “Himno de batalla de la
República”, de Julia Ward Howe. Sin embargo, la idea de obtener dicho
título no salió del propio escritor, sino de su esposa. Carol Steinbeck creyó
que el verso “Él pisotea la vendimia que almacena las uvas de la ira” contenía
una expresión que se ajustaba perfectamente al texto que su esposo había
escrito.
Con ello, nos quedó para siempre
“Las uvas de la ira” como ejemplo de la tiranía ejercida por el capitalismo
sobre las clases más desfavorecidas, eligiendo la destrucción de alimentos con el único fin de conseguir no bajar el precio de sus productos. John Steinbeck se sirvió en esa ocasión de la
inspiración de su mujer, e incluyó la expresión en el capítulo 25 de una novela
que recibiría el Premio Pulitzer.
Ernest Hemingway, por su parte,
también se valió de algún texto ajeno para inspirarse en la difícil (para él
era una de las más difíciles) tarea de dar nombre a sus trabajos. Por ejemplo,
“Por quién doblan las campanas” la sacó del texto “La muerte de cualquier
hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca
hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti.”, publicado en
1624 por el poeta John Donne. De la misma manera tomó el nombre de un poema de
George Peele también del siglo XVII, “Adiós a las armas”, como el título de otra de sus novelas.
Hemingway, como decíamos, veía el
trabajo de titular sus obras como una tarea complicada. De hecho, dejaba ese
trabajo para el final, y solía presentar una lista de aproximadamente un
centenar de candidatos, que iba descartando uno a uno. El método no siempre
funcionaba (de ahí los dos títulos presentados en el párrafo anterior), y el
proceso de elección era más bien una cuestión de fortuna; por ejemplo, el
título definitivo de su obra cumbre, “El viejo y el mar”, estuvo a punto de ser
titulada “El depredador del Pacífico”, a mi modo de ver un título mucho menos
inspirado que el afortunado ganador.
Aunque a veces es complicado para
el autor decidirse por un título, también lo es para el editor decidir si ese
título es o no el más adecuado para ser colocado en las estanterías de las
librerías. Por poner un ejemplo, en el año 1925 Max Perkins recibió un
excelente texto al cuál su autor había llamado “Trimalcione en el West Egg”.
Descontento y desconcertado ante tal título, pidió a dicho autor que pensase en
presentar otras posibilidades.
Las alternativas propuestas por
el escritor tampoco llegaron a satisfacer al experimentado Max, ya que “Trimalcione
entre millonarios”, “El amante de las altas finanzas”, “Entre las cenizas y los
millonarios”, “Bajo la roja, blanca y azul” o “El camino hacia West Egg” le
parecían enrevesados y elitistas. Así, afortunadamente el editor Perkins se
tomó la licencia de usurpar la tarea de titular el escrito y finalmente, ante
la oposición y la frustración del entonces desconocido autor, decidió titularlo
con el resultón “El gran Gatsby”. Francis Scott Fitzgerald, en contra de la
mayoría, siempre opinó que el título final le resultaba feo, y anteponía a éste
“Gatsby el del sombrero de oro”.
El empecinamiento de editores en
cambiar los títulos propuestos nos trae alguna que otra anécdota curiosa, como
aquélla en la que el editor de Henry James sufrió la negativa del editor ante
el título propuesto por el autor. De hecho, le requirió que se esforzase un
poco más, que encontrase un título más “resultón”, que le diese “otra vuelta de
tuerca”. Pues bien, el obediente autor terminó llamando a su obra “Otra vuelta
de tuerca”. Por su parte, Baudelaire estaba empeñado en llamar a su libro “Las
lesbianas”; ante la negativa de su editor, intentó que el título fuese “Los
limbos”. El editor, horrorizado ante la segunda opción y dando por hecho que la
tercera no sería mejor, decidió coger el toro por los cuernos y llamarle “Las
flores del mal”, nombre con el que pasó
a la posteridad.
También Margaret Mitchell tuvo
desencuentros con su editor al titular su única obra. “Mañana será otro día”
fue rechazado, y tras él, entre otros títulos, “¡Bah, bah, oveja negra!” (¿?) o
“Pansy”. Se da la circunstancia que, ante el poco afortunado nombre de Pansy
(que además era el nombre de la protagonista propuesto), el editor decidió
hacer algunos cambios. Al final, Pansy pasó a llamarse Scarlet, y el libro pasó
a tener el acertado (hoy en día es difícil imaginar cualquier otro que
encajase) título de “Lo que el viento se llevó”.
Ya en el mundo editorial inglés
del siglo XIX nos encontramos con modificaciones de títulos que, con el prisma
que nos permite utilizar el paso de los años, se convirtieron en afortunadas.
Jane Austen decidió convertirse en una aspirante a escritora, y su primera obra
se convirtió en el manuscrito “Primeras impresiones”. Sin embargo, el editor al
que se lo ofreció no quedó nada satisfecho. Años más tarde, asesorada por otro
editor, y tras el éxito que obtuvo gracias a la publicación de “Sentido y
sensibilidad”, consiguió que su primer manuscrito fuese impreso, y que llegase
hasta nuestros días con el nombre “Orgullo y prejuicio”.
También se tiene constancia de
libros que, una vez decidido el título, se encontraron con diversos problemas a
la hora de publicarlos definitivamente. Por ejemplo, George Orwell decidió que
su novela distópica se llamaría “El último hombre libre de Europa”. Sin
embargo, las tres primeras palabras de esa frase se encontraban ya en
demasiados títulos, tanto de ciencia ficción como de otros géneros, así que no
tuvo más remedio que desecharlo. En un momento de inspiración, alteró las
últimas dos cifras del año en el que se encontraba, y la fecha resultante
pasará a la historia como el ejemplo de sociedad que Orwell imaginó, y que
comparte ciertos puntos con la sociedad actual: “1984”.
Un motivo más mundano es el que
llevó a Don Delillo a titular una de sus novelas como “White noise” (“Ruido de
fondo”) y no como tenía intención de titularla, ya que el llamar “Panasonic” a
su novela podría haberle llevado a los juzgados a enfrentarse a la poderosa
marca de electrónica, aunque tenga que ver con la trama.
Podemos observar que la lista de
títulos que fueron segunda, tercera, cuarta o quinta opción es interminable.
Además de los anteriores ejemplos nos podemos encontrar con casos en los que el
editor se encuentra ante un autor difícil de convencer, al que es prácticamente
imposible que modifique una sola letra del título. Imaginamos la frustración
que sintió el editor que insistió e insistió a J. D. Salinger para que pusiese
un título más esclarecedor, o menos desconcertante que el que eligió para su
obra maestra. “El guardián entre el centeno” está visto como un título poco
afortunado (a mí también me lo parece) al que tan sólo encontramos sentido una
vez leído el libro (probablemente ésa era la intención del autor).
Es sorprendente ver cómo el
elegir unas u otras palabras para titular un libro nos puede hacer cambiar la
impresión que nos produce un libro. Así, “Drácula” quizás sea un título más
afortunado que “Los muertos-no muertos” que inicialmente había sido elegido.
También “1805” es un título menos claro que “Guerra y paz”, aunque hay casos
también en los que lamentamos la buena elección a la hora de desechar un
título, y probablemente la humanidad estuviese agradecido al editor si, al
recibir el manuscrito de un joven Adolf Hitler, lo hubiese publicado con el
título “Cuatro años y medio de lucha contra las mentiras, la estupidez y la
cobardía” original, y no lo hubiese cambiado por “Mi lucha”.
Todos estos ejemplos vienen a
corroborar lo mencionado al principio, la importancia que tienen esos dos o
tres segundos en los que un lector toma un libro y le echa un ojo a la portada
y al título, y cómo autores y editores han de aprovechar esas bazas para llamar
la atención del lector y que se decida por ése y no por otro libro.