viernes, 7 de noviembre de 2014

Títulos desechados

Una de las formas más directas que tiene un escritor de llamar la atención de un posible lector es a través de la vista, y por ello la portada de un libro es objeto de estudio antes de obtener la definitiva portada que pretende impactar a cada persona que la ve. Hemos visto en otras ocasiones cómo portadas exitosas son imitadas o directamente copiadas, y cómo la misma imagen es usada en un buen puñado de libros.

El tema portada es, como decíamos, una de las formas que posee el autor de captar  miradas hacia su libro. Sin embargo, una mala portada es un problema salvable, ya que a lo largo de su vida un libro puede camuflarse con un sinfín de cubiertas diferentes. No es el caso de otro de los puntos más importantes a la hora de vender un libro: el título.


Una vez elegido un título, suele ser definitivo, y por ello tanto autores como editores tienen un cuidado especial al elegir esa palabra o palabras que pretenden permanezcan en la memoria colectiva. Para ello se valen de muy diversas técnicas, y en algún caso de ausencia de las mismas.

No es pequeño el número de autores que, a falta de un momento de inspiración mejor, deciden titular la obra que tienen entre manos con el primer objeto que aparece ante sus ojos. Así, un Lynab Frank  Baum  pensativo y ensimismado, una vez terminada la escritora de uno de sus libros, sufrió un ataque de inspiración repentino al ver uno de los objetos que se encontraban en su despacho: un archivador. Con ello y con la etiqueta que describía el contenido del cajón de dicho archivador, convirtió las aventuras narradas en dicha obra en el título universalmente conocido de “El mago de OZ”. Dicho título podría haber resultado ”El mago de AN” si se hubiese fijado en el otro cajón del famoso archivador.

Un caso similar de repentina inspiración sufrió Ian Fleming en su vivienda de Jamaica, cuando decidió llamar al personaje de su próxima novela (no lo incluyó en el título, pero dicho nombre quedaría unido para siempre a todos los títulos de la saga) tal y como se llamaba el autor del libro que tenía entre manos: “Guía de las aves de las indias orientales”, escrito por el ornitólogo James Bond.

 Tal falta de método en el momento de decidir el título de un libro no es poco común, y además de otorgar el poder de decidirlo, como hemos visto, poco menos que al azar, también encontramos escritores que eligieron una frase o personaje de sus autores favoritos para encabezar la portada de sus obras. En este grupo podemos incluir al mayor de los “inspiradores involuntarios”: el celebrado autor británico William Shakespeare.

De alguna de las páginas escritas por Shakespeare extrajeron autores como William Faulkner algunos fragmentos que convirtieron en títulos. Concretamente, de la frase “La vida es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que nada significa”, aparecido en “Macbeth”, sacó el genio estadounidense en título de su obra más célebre,  “El ruido y la furia”.

Del mismo modo, Aldous Huxley tituló la que, a la postre, sería su más recordada obra, “Un mundo feliz”, basándose en unas palabras pronunciadas por Miranda en la obra shakesperiana “La tempestad”: “¡Oh, qué maravilla! ¡Cuántas criaturas bellas hay aquí! ¡Cuán bella es la humanidad! ¡Oh, mundo feliz, en el que vive gente así!”.

Hablando de otro excelente escritor estadounidense, uno de sus títulos más reconocidos y reconocibles fue extraído del “Himno de batalla de la  República”, de Julia Ward Howe. Sin embargo, la idea de obtener dicho título no salió del propio escritor, sino de su esposa. Carol Steinbeck creyó que el verso “Él pisotea la vendimia que almacena las uvas de la ira” contenía una expresión que se ajustaba perfectamente al texto que su esposo había escrito.

Con ello, nos quedó para siempre “Las uvas de la ira” como ejemplo de la tiranía ejercida por el capitalismo sobre las clases más desfavorecidas, eligiendo la destrucción de alimentos con el único fin de conseguir no bajar el precio de sus productos. John Steinbeck se sirvió en esa ocasión de la inspiración de su mujer, e incluyó la expresión en el capítulo 25 de una novela que recibiría el Premio Pulitzer.

Ernest Hemingway, por su parte, también se valió de algún texto ajeno para inspirarse en la difícil (para él era una de las más difíciles) tarea de dar nombre a sus trabajos. Por ejemplo, “Por quién doblan las campanas” la sacó del texto “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti.”, publicado en 1624 por el poeta John Donne. De la misma manera tomó el nombre de un poema de George Peele también del siglo XVII, “Adiós a las armas”, como el título de otra de sus novelas.

Hemingway, como decíamos, veía el trabajo de titular sus obras como una tarea complicada. De hecho, dejaba ese trabajo para el final, y solía presentar una lista de aproximadamente un centenar de candidatos, que iba descartando uno a uno. El método no siempre funcionaba (de ahí los dos títulos presentados en el párrafo anterior), y el proceso de elección era más bien una cuestión de fortuna; por ejemplo, el título definitivo de su obra cumbre, “El viejo y el mar”, estuvo a punto de ser titulada “El depredador del Pacífico”, a mi modo de ver un título mucho menos inspirado que el afortunado ganador.

Aunque a veces es complicado para el autor decidirse por un título, también lo es para el editor decidir si ese título es o no el más adecuado para ser colocado en las estanterías de las librerías. Por poner un ejemplo, en el año 1925 Max Perkins recibió un excelente texto al cuál su autor había llamado “Trimalcione en el West Egg”. Descontento y desconcertado ante tal título, pidió a dicho autor que pensase en presentar otras posibilidades.

Las alternativas propuestas por el escritor tampoco llegaron a satisfacer al experimentado Max, ya que “Trimalcione entre millonarios”, “El amante de las altas finanzas”, “Entre las cenizas y los millonarios”, “Bajo la roja, blanca y azul” o “El camino hacia West Egg” le parecían enrevesados y elitistas. Así, afortunadamente el editor Perkins se tomó la licencia de usurpar la tarea de titular el escrito y finalmente, ante la oposición y la frustración del entonces desconocido autor, decidió titularlo con el resultón “El gran Gatsby”. Francis Scott Fitzgerald, en contra de la mayoría, siempre opinó que el título final le resultaba feo, y anteponía a éste “Gatsby el del sombrero de oro”.

El empecinamiento de editores en cambiar los títulos propuestos nos trae alguna que otra anécdota curiosa, como aquélla en la que el editor de Henry James sufrió la negativa del editor ante el título propuesto por el autor. De hecho, le requirió que se esforzase un poco más, que encontrase un título más “resultón”, que le diese “otra vuelta de tuerca”. Pues bien, el obediente autor terminó llamando a su obra “Otra vuelta de tuerca”. Por su parte, Baudelaire estaba empeñado en llamar a su libro “Las lesbianas”; ante la negativa de su editor, intentó que el título fuese “Los limbos”. El editor, horrorizado ante la segunda opción y dando por hecho que la tercera no sería mejor, decidió coger el toro por los cuernos y llamarle “Las flores del  mal”, nombre con el que pasó a la posteridad.

También Margaret Mitchell tuvo desencuentros con su editor al titular su única obra. “Mañana será otro día” fue rechazado, y tras él, entre otros títulos, “¡Bah, bah, oveja negra!” (¿?) o “Pansy”. Se da la circunstancia que, ante el poco afortunado nombre de Pansy (que además era el nombre de la protagonista propuesto), el editor decidió hacer algunos cambios. Al final, Pansy pasó a llamarse Scarlet, y el libro pasó a tener el acertado (hoy en día es difícil imaginar cualquier otro que encajase) título de “Lo que el viento se llevó”.

Ya en el mundo editorial inglés del siglo XIX nos encontramos con modificaciones de títulos que, con el prisma que nos permite utilizar el paso de los años, se convirtieron en afortunadas. Jane Austen decidió convertirse en una aspirante a escritora, y su primera obra se convirtió en el manuscrito “Primeras impresiones”. Sin embargo, el editor al que se lo ofreció no quedó nada satisfecho. Años más tarde, asesorada por otro editor, y tras el éxito que obtuvo gracias a la publicación de “Sentido y sensibilidad”, consiguió que su primer manuscrito fuese impreso, y que llegase hasta nuestros días con el nombre “Orgullo y prejuicio”.

También se tiene constancia de libros que, una vez decidido el título, se encontraron con diversos problemas a la hora de publicarlos definitivamente. Por ejemplo, George Orwell decidió que su novela distópica se llamaría “El último hombre libre de Europa”. Sin embargo, las tres primeras palabras de esa frase se encontraban ya en demasiados títulos, tanto de ciencia ficción como de otros géneros, así que no tuvo más remedio que desecharlo. En un momento de inspiración, alteró las últimas dos cifras del año en el que se encontraba, y la fecha resultante pasará a la historia como el ejemplo de sociedad que Orwell imaginó, y que comparte ciertos puntos con la sociedad actual: “1984”.

Un motivo más mundano es el que llevó a Don Delillo a titular una de sus novelas como “White noise” (“Ruido de fondo”) y no como tenía intención de titularla, ya que el llamar “Panasonic” a su novela podría haberle llevado a los juzgados a enfrentarse a la poderosa marca de electrónica, aunque tenga que ver con la trama.

Podemos observar que la lista de títulos que fueron segunda, tercera, cuarta o quinta opción es interminable. Además de los anteriores ejemplos nos podemos encontrar con casos en los que el editor se encuentra ante un autor difícil de convencer, al que es prácticamente imposible que modifique una sola letra del título. Imaginamos la frustración que sintió el editor que insistió e insistió a J. D. Salinger para que pusiese un título más esclarecedor, o menos desconcertante que el que eligió para su obra maestra. “El guardián entre el centeno” está visto como un título poco afortunado (a mí también me lo parece) al que tan sólo encontramos sentido una vez leído el libro (probablemente ésa era la intención del autor).

Es sorprendente ver cómo el elegir unas u otras palabras para titular un libro nos puede hacer cambiar la impresión que nos produce un libro. Así, “Drácula” quizás sea un título más afortunado que “Los muertos-no muertos” que inicialmente había sido elegido. También “1805” es un título menos claro que “Guerra y paz”, aunque hay casos también en los que lamentamos la buena elección a la hora de desechar un título, y probablemente la humanidad estuviese agradecido al editor si, al recibir el manuscrito de un joven Adolf Hitler, lo hubiese publicado con el título “Cuatro años y medio de lucha contra las mentiras, la estupidez y la cobardía” original, y no lo hubiese cambiado por “Mi lucha”.

Todos estos ejemplos vienen a corroborar lo mencionado al principio, la importancia que tienen esos dos o tres segundos en los que un lector toma un libro y le echa un ojo a la portada y al título, y cómo autores y editores han de aprovechar esas bazas para llamar la atención del lector y que se decida por ése y no por otro libro.