viernes, 8 de marzo de 2013

Palabra de mujer.


En los últimos años, afortunadamente, se puede observar que las listas de libros más vendidos son ocupadas por obras escritas indistintamente tanto por hombres como por mujeres. Incluso hemos llegado a vivir en más de una ocasión (y seguramente volverá a suceder),  la situación de que la mayor parte de la lista esté firmada en clave femenina…

Sin embargo, no siempre la aparición de un nombre femenino bajo el título del libro fue algo común, lo que venía a ser una consecuencia lógica de la injusta relegación que sufría la mujer a la realización de las tareas domésticas, y la dificultad que entrañaba para ellas el acceder a la educación, por básica que pudiese llegar a ser. No hay que remontarse mucho tiempo atrás para comprobar la veracidad de lo que hemos afirmado.


En la historia de la Literatura nos encontramos con una alarmante escasez de nombres femeninos, aunque si somos capaces de buscar con detenimiento también nos podemos encontrar con algunos libros célebres firmados por una mujer. Para iniciar un breve repaso en la particular historia literaria vamos a comenzar remontándonos cientos de años atrás, y tal vez nos veamos sorprendidos por la historia de Murasaki Shikibu, que vivió en el Japón de finales siglo X y principios del XI. Hija y nieta de literatos, consiguió que su nombre tenga un lugar destacado en la posteridad, puesto que escribió la que es considerada primera novela de la Historia, “La Novela de Genji”.

A pesar de tan importante hecho, el escribir la primera novela, es sencillo comprobar que siglo a siglo siguió siendo complicado repetir esa hazaña, y aunque por desgracias son muy contados los casos, en unos siglos nada prolíficos algunas mujeres consiguieron colocar sus nombres en las  páginas de honor de la Literatura, tal y como hizo Santa Teresa de Jesús en el siglo XVI con sus escritos, que la convirtieron en una figura básica de la Literatura mística. Es evidente que hay más mujeres que dejaron su huella en el lomo de importantes libros, pero en estas líneas pretendemos que sea un repaso más de hechos que de nombres.

Hemos de acercarnos al siglo XIX para apreciar un ligero y leve cambio de tendencia, gracias al cual vemos aparecer (aunque con cuentagotas) un mayor número de autoras que, al amparo del nacimiento de un sentimiento de búsqueda de igualdad de género, y echando mano de no poca capacidad para superar adversidades, logran el pequeño milagro de ver publicados sus libros. Podríamos acordarnos de muchas escritoras, pero es posible que si nombramos a la autora siguiente, coincida con el nombre que pasa por tu cabeza: nos referimos a Jane Austen. Es un nombre que se hizo un hueco en la Literatura por méritos propios, y muchas de sus obras  perduran todavía (y seguirán durante mucho tiempo) en la colectiva memoria literaria, y por nombrar algunas de ellas traeremos a estas líneas títulos como “Emma”, “Orgullo y prejuicio” o “Sentido y sensibilidad”. Una carrera que envidiarían muchos autores del género que fuese, pero hemos de recordar que en vida Jane Austen vivió muchas dificultades para nutrir el talento que tenía e incluso hubo de publicar de forma anónima…

Seguimos todavía en el mismo siglo y en circunstancias similares nos acordaremos de Mary Shelley (nacida como Mary Wollstonecraft Godwin). Esta escritora recibió por parte de su padre,  el filósofo William Godwin, una educación poco ortodoxa y  muy adelantada a su época, conviviendo con diferentes personajes alejados de lo cotidiano y que en su entorno llegaban a ser considerados radicales. Hija  de la filósofa y escritora feminista Mary Wollstonecraft, que murió a los pocos días del parto, heredó de ella su tenacidad. Gracias a ese afán de superación logró publicar varias obras, entre ellas la famosa “Frankenstein”, que, como la anterior escritora que hemos mencionado,  hubo de esconder su nombre femenino y, tal y como Jane Austen, usar el comodín de la publicación anónima. Seguramente también te pase por la cabeza que uno de los autores más prolíficos de la historia, ese tal "Anónimo", esconda en un buen porcentaje de ocasiones a una autora femenina.

Como vemos, el acceso a la edición de las mujeres fue despertando con lentitud (mucha más de la deseada y esperada), y, a pesar de que su talento en cierto modo se iba reconociendo, se recurría al anonimato para no alejar a posibles lectores. En los anteriores ejemplos hemos visto esa práctica. Otra triste estratagema que se utilizaba por entonces era el echar mano de un más comercial (por aquel entonces) seudónimo masculino. Es relativamente sencillo encontrar ejemplos sobre la práctica que estamos mencionando, pero para empezar por algún caso concreto podemos recordar que las obras publicadas por George Eliot no son otras que las obras escritas por la autora británica Mary Ann Evans. Dichas obras lograron en su momento conseguir un respeto que es probable que le hubiese sido negado de haberlas publicado con su auténtico nombre.

Es evidente que no era una práctica aislada, sino una audaz treta para conseguir la ansiada publicación de sus trabajos. De la misma manera, podemos encontrar ejemplos más cercanos y para ello recurriremos a la autora nacida en suiza pero que pasó la mayor parte de su vida en España Cecilia Böhl de Faber y Larrea, que no tuvo más remedio que publicar  bajo el seudónimo  de Fernán Caballero.

Esta práctica que venimos narrando en los últimos párrafos tiene un ejemplo que puede considerarse especialmente significativo en la autora francesa Amandine Aurore Lucile Dupin. Debido a su origen aristocrático tuvo acceso a una exquisita educación. Nueve años después de contraer matrimonio con  el barón Dudevant decidió separarse de él (es sencillo imaginar el impacto que para una mujer tuvo tal hecho si nos situamos en el año 1831, fecha de dicha separación) y cinco años más tarde se divorció.

En su día a día decidió vestirse preferentemente con prendas masculinas, y frecuentó ambientes en los que el arte estaba muy presente. Entre sus amistades se encontraban personalidades de la talla de Victor Hugo, Julio Verne, Honoré de Balzac, Gustave Flaubert o Frèdèric Chopin (con el que tuvo una relación amorosa).  Aurore llegó a ver publicada una extensa obra, utilizando para ello el pseudónimo de George Sand.

Un caso singular que sería injusto no mencionar por lo especial e importante de las figuras que lo componen es el de las tres hermanas Brönte, (Charlotte, Emily y Anne) que decidieron publicar en sus inicios bajo seudónimos en el que todas ellas compartían el mismo apellido. Las inolvidables hermanas nos regalaron obras entre las que se encuentran “Jane Eyre” (que fue escrita por Charlotte/Currer Bell), “Cumbres borrascosas" (se la debemos a Emily/Ellis Bell) y “La inquilina de Wildfell Hall” (publicada por Anne/Acton Bell). Como podemos observar, tuvieron el cuidado de elegir iniciales en sus pseudónimos que coincidiesen con las propias.

Con el paso de los años, la incursión de la mujer en el mundo de la Literatura cobró una mayor importancia y poco a poco fue afianzándose. En nuestro país encontramos libros y relatos de aquella época entre los que podemos leer obras con nombres nacionales como Emilia Pardo Bazán, Rosalía de Castro, etc. Esta progresiva regularización de la (imprescindible) pluma femenina fue avanzando hasta llegar al siglo XX, en el que se inicia un proceso de normalización que en nuestros días y en un buen número de países del mundo se encuentra (afortunadamente) casi culminado.

Y digo casi porque todavía se dan algunas conductas como la que llevó a la editorial de J. K. Rowling (Joanne Rowling) a disfrazar la femineidad de su nombre publicando unas iniciales, la segunda de ellas utilizada en honor de la abuela de Joanne, con lo que lograron el efecto deseado. Es probable que fuese innecesario, al menos desde el segundo título de la saga, ya que los siete libros que componen su saga de "Harry Potter" se encuentran entre los veinte más vendidos de la historia y dudo mucho que a ninguno de sus lectores les importe nada más que lo que va contenido en sus páginas y no el género de la persona que lo escribió. Como debería de ser.

Con este nombre, de la (corríjanme si me equivoco) la persona que ha vendido más libros de la historia (estoy casi seguro, tanto que no lo voy a guglear) creo que se puede afirmar que los tiempos más oscuros de la Literatura están cada día un poco más lejanos. Sin embargo, siguen permaneciendo algunos tics que parecen anclados en ese pasado tan dañino. A pesar de ello, hoy en día (y afortunadamente) basta con darse un paseo por cualquier librería y con suma facilidad nos podemos encontrar en las estanterías de honor de las librerías nombres como Isabel Allende, Stephanie Meyers, Nora Roberts, María Dueñas, J.K. Rowling, Almudena Grandes, Camilla Lackberg, Sarah Lark, Kate Morton, Jean Marie Auel, Margaret Mazzantini, Carmen Posadas, Paloma Sánchez-Garnica, Dolores Redondo... y tantos otros nombres.

Me voy a permitir añadir mis gustos personales y diré que, en estos momentos, y tras haber conocido a un buen puñado de autores de todo tipo, me quedo con dos nombres (de autores vivos) que no tienen nada que esconder y mucho que mostrar: Maggie O´Farrell y Elisabeth Strout. Ellas, como las anteriormente nombradas y muchas otras que no caben en cien páginas, están consiguiendo hacer olvidar las dificultades de otras generaciones. Dichas dificultades quedaron plasmadas por la gran Rosalía de Castro, cuando en 1859 escribió la siguiente cita:

“Todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben.”